“¡¡¿Vienes rezando?!!”, me dice el Conde.
Se ve más sonriente y confiado que yo, sin duda. Está sentado junto a la puerta
de la avioneta, que asciende poco a poco por encima de Tequesquitengo. Venimos
sentados en el suelo de esta cosa sin asientos, en formación de cebollitas,
para caber los ochos pasajeros, cuatro con mochilas llenas a la espalda, cuatro
con 10 toneladas de nervios de primerizo. Marthita viene junto al piloto, echa
bolita, trajo a su hijo rockero pero, respetuosa de los lugares, no trató de
subirse en la misma tanda que él. Viene en el primer vuelo, con el esposo de
Mireille, el Conde y yo. Si ha de tronar, que truene, pensé cuando saqué el
número ocho del sorteo pero alguien me lo cambió por el dos, a la mexicana.
“Nomás me falta el rosario”, le contesto,
un poco asombrado de poder sonreir. No vengo orando, pero si meditando. Como
todos, apenas creo haber llegado hasta aquí, atrás del asiento del piloto de
una avioneta azul propulsada a turbina, sabiendo que no voy a bajar dentro de
ningún aparato.
No son nervios nada más, hay mucho de culpa
envuelta en remordimiento, más preocupación en una mezcladora, shaken not stirred. Rebota en mi mente
todo aquello de emprender una locura: cuánta gente depende de mí, la ausencia
de un seguro que cubra paracaidismo, las niñas, etc. Es un hecho que cuando deje tener dependientes
a lo mejor ya ni me lo permiten, pero este razonamiento impecable no queda tan
claro a partir del momento que el avión acelera para ascender por los cielos.
“Mta… encima de alto vamos hechos la m…”
Estoy tratando de buscar mi centro otra
vez, esa persona que dijo que sí, que decidió que ahora o nunca y guardó la
calma los días que siguieron. Nunca soñé cosas, ni padecí desvelos por esto, ni
siquiera la noche anterior. Claro, no es lo mismo imaginarlo que estarlo
viviendo. Ese golpe era el que estaba tratando de procesar, con el instructor
delante de mi, un hombrón rechoncho y pelo cortísimo entrecano que habló de
pasar ya de los 12,300 saltos. El consuelo: no pudo haber fallado ninguno, qué
no.
Supongo que asignan al instructor de
acuerdo a la complexión del aspirante. No puedo evitar notar que soy el más
pesado de los 27 de este grupo, con mis 84 kilitos (menos dos de ropa, me
consuelo). La bendita juventud que me rodea anda por ahí, ligerita y llena de
vida. Algunos todavía con esa convicción de que van a vivir para siempre. Me
gusta este grupo, organizado con rigor científico por Mini, la imprescindible,
la incansable, en este esfuerzo por transformarnos de Godínez a extremos, de extremos
a personas, de personas a amigos. Algún lacito invisible quedará entre los que
salimos del trajín diario de esta empresa adolorida; un optimismo que
necesitamos.
La avioneta sigue ascendiendo, sin
turbulencias ni nubarrones. Es un día soleado y muy caluroso allá abajo, en el
lago, en las casas, las albercas, los hotelitos pequeños y carísimos. Más allá
se extiende el café regado de verde, el campo guerrerense. Todo se vuelve azul
en la lejanía del horizonte. El tiempo de reflexión termina cuando nos dan la
señal de proceder como nos explicaron apresuradamente en tierra. Fueron cinco
minutos de explicación, cuando mucho, luego de llegar, como suizos, a las 9:30
de la mañana, en punto, firmar una cartita en donde por supuesto asumimos toda
la responsabilidad, sortearnos el orden y la grabación de un solo salto (muero
por ver a Nano en el mero momento).
Te ponen un arnés que asegura tus piernas y
pecho, bien apretadito, ajustadito; de éste va a quedar colgando tu vida, así
que no protestas por tener que caminar como astronauta (o como Pinocho sin
hilos), bien derechito. Tu instructor asignado te describe dos cosas: las
posiciones que debes asumir en caída libre (básicamente agarrado del arnés o
con las manos extendidas, las piernas siempre dobladas en ángulo recto), así
como la forma de amarrarte a él y saltar del avión.
Y ya.
Deben existir miles de preguntas
adicionales; nadie, ni los más nerviosos, las hacen. En este grupo, al parecer,
no hay obsesionados con el detalle, nadie ventila su angustia jorobando a los
instructores. Nadie quiere ser un pain in the ass; la cosa es tirarse de una
vez.
- ¿Bueno?
- Qué onda, oye estoy en
Tequesquitengo, me voy a aventar en paracaídas, ahí nomás para que sepas.
Si
todo sale bien te hablo al rato.
- (somnoliento) Ok.
Las neuronas de mi hermano comienzan a
hacer sinapsis cuando cuelgo. Me habla cinco minutos después, antes de dejar el
celular en tierra y meterme a la avioneta.
– ¡De pelos! ¡Ahí me cuentas!
- Ok.
Escogí no decirle a nadie. Especialmente no
a mis hijas, no a Karla. Ahora creo que gran parte del motivo es la culpa que
emana de mi mismo. No quise involucrarlas, imaginarse escenas terribles,
quitarles un minuto de sueño. Creo que al final, el que se estaba reprochando
todo esto era yo mismo, y con eso era suficiente.
Abren la puerta del avión.
Aire a toda velocidad se cuela en la
cabina, nos ensordece. Por primera vez, estás a cientos de metros por encima
del mundo que caminas, sin nada que se interponga entre tu cuerpo y la Tierra
que te llama, un tanto molesta y apresurada. Qué haces allá arriba, te
pregunta, como una madre atribulada: te regresas, pero ya.
Ya casi. Estás hincado viendo hacia la
puerta, hacia el cielo y el horizonte. Terminas de amarrarte al instructor,
detrás de ti. Jalas las cintas con todas tus fuerzas; te vuelves a construir un
cordón umblical, que te mantendrá vivo y dependiente de otro por los próximos
minutos. El instructor dice que estás listo: confías ciegamente porque no hay
tiempo para nada.
El bueno del Conde sale de repente por la
puerta, con su instructor. Toma una velocidad difícil de explicar, lejos y
hacia atrás del avión, como en película, pero más irreal porque es real. Se
hace pequeñito en segundos. Sigo yo.
Me acerco a esa boca abierta, todavía
agarrado del avión. Ayuda no creer lo que está pasando, es demasiado irreal.
Sigo una instrucción muy sencilla: me suelto y me sujeto de mi propio arnés.
Elijo ver hacia el horizonte y seguir la vieja canción: dejarme caer. No pensé
en mi madre, no pensé en nada; sólo observo al cielo, al avión, a mi mismo.
Resulta impensadamente placentero, es un
deleite. El hombre de los 12,000 saltos se tira conmigo en la panza, damos una
vuelta en el aire, quizá dos. Veo a la avioneta desde fuera, alejarse mientras
miro hacia el cielo. Luego nos estabilizamos boca abajo. El viento se agolpa en
la cara, te rodea, te grita, se mete en tu nariz. Estoy seguro que no mantuve
la posición con la cabeza hacia atrás. Volteo a un lado, al otro, arriba,
abajo. Veo el horizonte, la tierra, estoy completamente tranquilo, estoy
admirando, estoy en plena contemplación.
Estoy centrado totalmente, consciente desde
lo más profundo, pruebo respirar en este ambiente que parece impedirlo. No es
así, lo consigo con cierta facilidad. No lo sabré a ciencia cierta, pero podría
asegurar que mi corazón late tranquilo, estoy relajado, tanto que no me cuesta
soltar el arnés y extender los brazos. Caigo, lo sé, a toda velocidad, pero no
hay alarmas prendidas en mi cuerpo. No sé si la adrenalina hace esto, no la
advierto. Quizá está, escondida, actuando, pero no la siento. No hay aquí la
furia de una batalla, ni la tensión de un momento difícil. Eso es: no hay
tensión. Si me preguntaran, más que adrenalina, me siento atascado de dopamina.
Transcurren esos segundos inolvidables. Se
abre el paracaídas. El tirón tampoco es desagradable. Estamos ahora en posición
vertical, con un ala sobre nuestras cabezas. El aire se ha detenido, el ruido
termina, descendemos lentamente. Se puede conversar como en un cafecito. O
mejor, no hay ruido.
- ¿Cómo vas?
- ¡Poca madre! -Respondo eufórico, sincero, satisfecho.
- ¿Quieres dar vueltas?
- ¡Venga!
Estoy pensando que esta cosa ya abrió, ya
la voy librando, ya pueden pasar menos cosas. Finalmente es una satisfacción
vivir para contarla.
Contemplo las casas, las albercas, una
buena cantidad llenas con agua verde del lago, supongo, no se ven muy bien. Me
señala un círculo que aún se ve pequeño.
- Ahí tenemos que caer.
- Ok (se ve lejos)
- Toma los controles
Son las cuerdas que dirigen al paracaídas.
Con ellas, das vueltas hacia un lado u otro. Inclinas mucho el ala y recuperas
velocidad, el viento vuelve, giras a buena velocidad.
- ¿No estás mareado?
- No, dale.
Quieres verlo todo, pasear con tu ala de
dragón por el cielo azul de Tequesquitengo, bajo un sol que aún no se siente como
allá abajo, duro, quemador. Estás flotando y puedes ver finalmente a otros: por
ahí debe ir el resto de la tripulación. Todo bien.
Te vuelves consciente de que no estás
flotando cuando te acercas al círculo, que ahora es grande. Tienes una buena
velocidad horizontal, más que vertical. Das vueltas a su alrededor, como un
zopilote guerrerense. Este compadre sabe lo que hace: llegas al lugar preciso,
donde unas tiras de plástico evitan que te manches el trasero.
Me pide alzar los pies y caer sentado.
Confío. Aterrizamos como plumas, ni una resbaladilla es tan tranquila. Me
alegrará más haber levantado las piernas al ver a otros, a lo largo del día,
tratar de correr, sólo para tropezarse y caer de forma no muy agraciada.
El paracaídas está en el suelo y tú increíblemente
quieto, apenas puedes creer que tu cuerpo pueda estar tan quieto, después de la
forma en que se movió en el espacio. El instructor se desata con facilidad, y
comienza a doblar su ala. Le das la mano, te tomas una foto, le agradeces
infinitamente.
Caminas hacia el resto del grupo. Te
llueven preguntas Mini y Vane toman fotos. Todos quieren saber si la
experiencia es desagradable. Les respondes que no, que para nada. Ahora sé que
ésta puede no ser una ocasión única en mi vida. Lo puedo volver a hacer y
quiero. Quién sabe, ya la vida dirá.
Griselda, de online, me pregunta algo que
quizá le viene de muy dentro: ¿Tienes ganas de llorar? Interesante pregunta:
no, en realidad, me estoy riendo a carcajadas. La risa siempre me ha sido fácil
y llega, como siempre, a terminar de dibujar mi estado actual y permanente.
Quiero que mi risa tome al viento y lo cabalgue para viajar muy lejos.
Es una
carcajada de satisfacción, descubrimiento y avance. Estoy completamente en paz.
Estupenda!!!! Yo lo viví igual y diferente!! Grité, grité y grité, con toda la euforia que me cabía en el cuerpo; y en mis gritos supongo que lloraba de una emoción inexplicable de haber tenido alas por algunos minutos, de haber superado un miedo que por un segundo se volvió pánico, de estar más viva que nunca cumpliendo una meta que jamás estuvo en mi bucket list, pero que ahora recomiendo a cualquiera. Gracias por recordarme, a través de tu relato, todo eso que sentí y igual, pero diferente. Te abrazo, Gris.
ResponderEliminarJorge, increíble tu memoria para describir con palabras una experiencia tan única como volar a alta velocidad. ¿Ves lo básico de mi resumen? Jajaja. Felicidades. Rosana (de Online).
ResponderEliminar