lunes, 8 de marzo de 2010

La obra de Maciel (parte 1)

Hay por ahí un cuento que leí en secundaria, en esas antologías latinoamericanas, sobre un chamaco que convence a todo el pueblo de que va para santo. Es tan bueno, estudioso, devoto, piadoso, serio, formal y decente que el pleno de aquella comunicad, dirigida por supuesto por el capellán, le paga por años los estudios y lo manda a la gran ciudad a estudiar al seminario.

Pasado el tiempo, el muchacho traiciona todas las esperanzas de la gente, que aguardaba su regreso como un gran sacerdote, casi obispo. Resulta que ni siquiera estudia, y sí se malgasta el dinero como cualquiera de su edad, para luego desaparecer para siempre.

Me recuerda el cuento al padre Maciel, por la forma en que el tipo convenció a lo más exclusivo y alto de la sociedad mexicana sobre su “obra”. Obtuvo cascadas de dinero, sin duda, formó un gran imperio por todo el continente americano, por sus aulas pasaron lo más distinguidos herederos de las fortunas de México. Muchos jóvenes con apellido descubrieron su vocación y se unieron a los Legionarios de Cristo, aportando más poder y dinero al grupo y sin duda ocupando lugares relevantes en esa orden. Esa sí era toda una mezcla de poderes fácticos que hacía muchos años que no se había reencontrado.

Porque en la colonia, y hasta una buena parte del siglo XIX, la iglesia y la nobleza siempre fueron una. Una familia de abolengo aportaba sin duda algunos miembros al sacerdocio o al monasterio. Tener un hijo cura era tan importante como tener un hijo doctor o abogado. Y en esas familias tan grandes y reprimidas siempre había un hijo tranquilo, callado, estudioso, y hasta un poco “rarito” (si, con malicia), a quien claramente se le podía asociar su carácter con el llamado del Señor, sí Señor.

A veces, sin quererlo mucho el niño o niña, se le iba encaminando hacia ese futuro venturoso en los brazos de Cristo, por factores independientes del carácter y tan azarosos como el orden de nacimiento en la familia. Para la mujer este futuro era aún más probable, sin duda: O matrimonio o convento eran las opciones para una muchacha de familia y, lo más importante en una sociedad tan pequeña (en este caso me sí me refiero al tamaño): no había salida, no había dónde ir, ni cómo escapar en ciudades que eran todas ellas pueblotes sin el gran beneficio del anonimato que gozamos hoy en día.

Pero esta porosidad ente las clases altas y la iglesia se vio obviamente interrumpida a partir del siglo XIX, con las guerras, con la llegada del la ilustración y todo el largo demás que vino detrás. Ya en el siglo XX la división se volvió abismo. Pero no hablemos ahora del mundo de las ideas, que por supuesto iba en un destino contrario al de la iglesia, por cualquiera de sus caminos.

Hablemos de la gente. Las clases altas del siglo XX simplemente ya no eran las mismas, y no me refiero al carácter o estado de ánimo. La guerra, los cambios económicos y políticos crearon una nueva clase alta y casi borraron a las anteriores, física y mentalmente. Los señores de la colonia, aquella seminobleza basada en la tenencia de la tierra y las prebendas comerciales, había dejado de existir para siempre. Algunos vestigios se habían aferrado a su gloria en el siglo XIX, en sus haciendas o habían tratado de evolucionar hacia los modos de producción modernos. Pero la gran mayoría fue desplazada por la Revolución Mexicana. Se fue del país, perdió sus tierras y sus prebendas comerciales, fue obligada a cederle el poder económico a la naciente clase hija de los revolucionarios, quedó fuera de la jugada, pues.

En ese lapso la iglesia perdió también nexos con las nacientes clases altas, por lo menos de su mayoría. Y si bien muchos en la nueva clase conservaron la costumbre del diezmo secretamente, sí dejaron de aportar gente a las instituciones religiosas con la regularidad del pasado, excepciones que resaltan por obvias, como aquel Abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, de familia adinerada desde el principio, o como el siempre célebre y millonario Obispo de Ecatepec Onésimo Cepeda.

Perpetua como es, la Iglesia se dedicó entonces, por décadas, a volver a tejer sus redes. Y cambió. Si el clero regular y las órdenes religiosas habían perdido el atractivo, ante las sociedades modernas, el vacío lo llenaron dos congregaciones innovadoras, ambas originadas en Hispanoamérica, sin duda el bastión numéricamente más fuerte del catolicismo en el mundo.

El Opus Dei y los Legionarios de Cristo son dos congregaciones modernas que, por diferentes caminos han buscado restablecer los lazos entre la Iglesia y su rebaño, empezando por los de más lana, por continuar la licencia poética.

Pero si el Opus Dei obtuvo buena parte de su éxito en las clases medias altas y en la provincia mexicana, la obra de Marcial Maciel apuntaba a algo diferente: a la elite de elites. A las 100,000 familias, a los que concentran el PIB per cápita aparentemente alto del país. A los más ricos y poderosos. No por nada su florecimiento comenzó en la ciudad de México.

De cómo lo hizo hay libros y libros, pero hay que llamar la atención a dos factores que aprovechó:

1) La necesidad de la clase alta mexicana de legitimarse, reconocerse y perpetuarse, relacionándose de nuevo con la eternidad de la Iglesia, y

2) el carisma y arrastre que sobre el país ejerció durante su largo papado uno de los principales protectores de Maciel: Juan Pablo II.

Continuará…

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