lunes, 27 de mayo de 2013

Me dejé caer

“¡¡¿Vienes rezando?!!”, me dice el Conde. Se ve más sonriente y confiado que yo, sin duda. Está sentado junto a la puerta de la avioneta, que asciende poco a poco por encima de Tequesquitengo. Venimos sentados en el suelo de esta cosa sin asientos, en formación de cebollitas, para caber los ochos pasajeros, cuatro con mochilas llenas a la espalda, cuatro con 10 toneladas de nervios de primerizo. Marthita viene junto al piloto, echa bolita, trajo a su hijo rockero pero, respetuosa de los lugares, no trató de subirse en la misma tanda que él. Viene en el primer vuelo, con el esposo de Mireille, el Conde y yo. Si ha de tronar, que truene, pensé cuando saqué el número ocho del sorteo pero alguien me lo cambió por el dos, a la mexicana.

“Nomás me falta el rosario”, le contesto, un poco asombrado de poder sonreir. No vengo orando, pero si meditando. Como todos, apenas creo haber llegado hasta aquí, atrás del asiento del piloto de una avioneta azul propulsada a turbina, sabiendo que no voy a bajar dentro de ningún aparato.
No son nervios nada más, hay mucho de culpa envuelta en remordimiento, más preocupación en una mezcladora, shaken not stirred. Rebota en mi mente todo aquello de emprender una locura: cuánta gente depende de mí, la ausencia de un seguro que cubra paracaidismo, las niñas, etc.  Es un hecho que cuando deje tener dependientes a lo mejor ya ni me lo permiten, pero este razonamiento impecable no queda tan claro a partir del momento que el avión acelera para ascender por los cielos.

“Mta… encima de alto vamos hechos la m…”

Estoy tratando de buscar mi centro otra vez, esa persona que dijo que sí, que decidió que ahora o nunca y guardó la calma los días que siguieron. Nunca soñé cosas, ni padecí desvelos por esto, ni siquiera la noche anterior. Claro, no es lo mismo imaginarlo que estarlo viviendo. Ese golpe era el que estaba tratando de procesar, con el instructor delante de mi, un hombrón rechoncho y pelo cortísimo entrecano que habló de pasar ya de los 12,300 saltos. El consuelo: no pudo haber fallado ninguno, qué no.

Supongo que asignan al instructor de acuerdo a la complexión del aspirante. No puedo evitar notar que soy el más pesado de los 27 de este grupo, con mis 84 kilitos (menos dos de ropa, me consuelo). La bendita juventud que me rodea anda por ahí, ligerita y llena de vida. Algunos todavía con esa convicción de que van a vivir para siempre. Me gusta este grupo, organizado con rigor científico por Mini, la imprescindible, la incansable, en este esfuerzo por transformarnos de Godínez a extremos, de extremos a personas, de personas a amigos. Algún lacito invisible quedará entre los que salimos del trajín diario de esta empresa adolorida; un optimismo que necesitamos.

La avioneta sigue ascendiendo, sin turbulencias ni nubarrones. Es un día soleado y muy caluroso allá abajo, en el lago, en las casas, las albercas, los hotelitos pequeños y carísimos. Más allá se extiende el café regado de verde, el campo guerrerense. Todo se vuelve azul en la lejanía del horizonte. El tiempo de reflexión termina cuando nos dan la señal de proceder como nos explicaron apresuradamente en tierra. Fueron cinco minutos de explicación, cuando mucho, luego de llegar, como suizos, a las 9:30 de la mañana, en punto, firmar una cartita en donde por supuesto asumimos toda la responsabilidad, sortearnos el orden y la grabación de un solo salto (muero por ver a Nano en el mero momento).

Te ponen un arnés que asegura tus piernas y pecho, bien apretadito, ajustadito; de éste va a quedar colgando tu vida, así que no protestas por tener que caminar como astronauta (o como Pinocho sin hilos), bien derechito. Tu instructor asignado te describe dos cosas: las posiciones que debes asumir en caída libre (básicamente agarrado del arnés o con las manos extendidas, las piernas siempre dobladas en ángulo recto), así como la forma de amarrarte a él y saltar del avión.
Y ya.

Deben existir miles de preguntas adicionales; nadie, ni los más nerviosos, las hacen. En este grupo, al parecer, no hay obsesionados con el detalle, nadie ventila su angustia jorobando a los instructores. Nadie quiere ser un pain in the ass; la cosa es tirarse de una vez.

- ¿Bueno?
- Qué onda, oye estoy en Tequesquitengo, me voy a aventar en paracaídas, ahí nomás para que sepas.
Si todo sale bien te hablo al rato.
- (somnoliento) Ok.
Las neuronas de mi hermano comienzan a hacer sinapsis cuando cuelgo. Me habla cinco minutos después, antes de dejar el celular en tierra y meterme a la avioneta.
– ¡De pelos! ¡Ahí me cuentas!
- Ok.

Escogí no decirle a nadie. Especialmente no a mis hijas, no a Karla. Ahora creo que gran parte del motivo es la culpa que emana de mi mismo. No quise involucrarlas, imaginarse escenas terribles, quitarles un minuto de sueño. Creo que al final, el que se estaba reprochando todo esto era yo mismo, y con eso era suficiente.

Abren la puerta del avión.

Aire a toda velocidad se cuela en la cabina, nos ensordece. Por primera vez, estás a cientos de metros por encima del mundo que caminas, sin nada que se interponga entre tu cuerpo y la Tierra que te llama, un tanto molesta y apresurada. Qué haces allá arriba, te pregunta, como una madre atribulada: te regresas, pero ya.

Ya casi. Estás hincado viendo hacia la puerta, hacia el cielo y el horizonte. Terminas de amarrarte al instructor, detrás de ti. Jalas las cintas con todas tus fuerzas; te vuelves a construir un cordón umblical, que te mantendrá vivo y dependiente de otro por los próximos minutos. El instructor dice que estás listo: confías ciegamente porque no hay tiempo para nada.

El bueno del Conde sale de repente por la puerta, con su instructor. Toma una velocidad difícil de explicar, lejos y hacia atrás del avión, como en película, pero más irreal porque es real. Se hace pequeñito en segundos. Sigo yo.

Me acerco a esa boca abierta, todavía agarrado del avión. Ayuda no creer lo que está pasando, es demasiado irreal. Sigo una instrucción muy sencilla: me suelto y me sujeto de mi propio arnés. Elijo ver hacia el horizonte y seguir la vieja canción: dejarme caer. No pensé en mi madre, no pensé en nada; sólo observo al cielo, al avión, a mi mismo.

Resulta impensadamente placentero, es un deleite. El hombre de los 12,000 saltos se tira conmigo en la panza, damos una vuelta en el aire, quizá dos. Veo a la avioneta desde fuera, alejarse mientras miro hacia el cielo. Luego nos estabilizamos boca abajo. El viento se agolpa en la cara, te rodea, te grita, se mete en tu nariz. Estoy seguro que no mantuve la posición con la cabeza hacia atrás. Volteo a un lado, al otro, arriba, abajo. Veo el horizonte, la tierra, estoy completamente tranquilo, estoy admirando, estoy en plena contemplación.

Estoy centrado totalmente, consciente desde lo más profundo, pruebo respirar en este ambiente que parece impedirlo. No es así, lo consigo con cierta facilidad. No lo sabré a ciencia cierta, pero podría asegurar que mi corazón late tranquilo, estoy relajado, tanto que no me cuesta soltar el arnés y extender los brazos. Caigo, lo sé, a toda velocidad, pero no hay alarmas prendidas en mi cuerpo. No sé si la adrenalina hace esto, no la advierto. Quizá está, escondida, actuando, pero no la siento. No hay aquí la furia de una batalla, ni la tensión de un momento difícil. Eso es: no hay tensión. Si me preguntaran, más que adrenalina, me siento atascado de dopamina.

Transcurren esos segundos inolvidables. Se abre el paracaídas. El tirón tampoco es desagradable. Estamos ahora en posición vertical, con un ala sobre nuestras cabezas. El aire se ha detenido, el ruido termina, descendemos lentamente. Se puede conversar como en un cafecito. O mejor, no hay ruido.

- ¿Cómo vas?
- ¡Poca madre!  -Respondo eufórico, sincero, satisfecho.
- ¿Quieres dar vueltas?
- ¡Venga!
Estoy pensando que esta cosa ya abrió, ya la voy librando, ya pueden pasar menos cosas. Finalmente es una satisfacción vivir para contarla.

Contemplo las casas, las albercas, una buena cantidad llenas con agua verde del lago, supongo, no se ven muy bien. Me señala un círculo que aún se ve pequeño.
- Ahí tenemos que caer.
- Ok (se ve lejos)
- Toma los controles
Son las cuerdas que dirigen al paracaídas. Con ellas, das vueltas hacia un lado u otro. Inclinas mucho el ala y recuperas velocidad, el viento vuelve, giras a buena velocidad.
- ¿No estás mareado?
- No, dale.

Quieres verlo todo, pasear con tu ala de dragón por el cielo azul de Tequesquitengo, bajo un sol que aún no se siente como allá abajo, duro, quemador. Estás flotando y puedes ver finalmente a otros: por ahí debe ir el resto de la tripulación. Todo bien.
Te vuelves consciente de que no estás flotando cuando te acercas al círculo, que ahora es grande. Tienes una buena velocidad horizontal, más que vertical. Das vueltas a su alrededor, como un zopilote guerrerense. Este compadre sabe lo que hace: llegas al lugar preciso, donde unas tiras de plástico evitan que te manches el trasero.

Me pide alzar los pies y caer sentado. Confío. Aterrizamos como plumas, ni una resbaladilla es tan tranquila. Me alegrará más haber levantado las piernas al ver a otros, a lo largo del día, tratar de correr, sólo para tropezarse y caer de forma no muy agraciada.

El paracaídas está en el suelo y tú increíblemente quieto, apenas puedes creer que tu cuerpo pueda estar tan quieto, después de la forma en que se movió en el espacio. El instructor se desata con facilidad, y comienza a doblar su ala. Le das la mano, te tomas una foto, le agradeces infinitamente.

Caminas hacia el resto del grupo. Te llueven preguntas Mini y Vane toman fotos. Todos quieren saber si la experiencia es desagradable. Les respondes que no, que para nada. Ahora sé que ésta puede no ser una ocasión única en mi vida. Lo puedo volver a hacer y quiero. Quién sabe, ya la vida dirá.

Griselda, de online, me pregunta algo que quizá le viene de muy dentro: ¿Tienes ganas de llorar? Interesante pregunta: no, en realidad, me estoy riendo a carcajadas. La risa siempre me ha sido fácil y llega, como siempre, a terminar de dibujar mi estado actual y permanente. Quiero que mi risa tome al viento y lo cabalgue para viajar muy lejos. 

Es una carcajada de satisfacción, descubrimiento y avance. Estoy completamente en paz.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Quiénes explotan a los restauranteros


La salida de Humberto Benítez Treviño por el chistecito de su hija me da varias cosas, pero también lástima.  Ya hablamos, ya hicimos pancho, ya twitteamos, ya nos comimos a la niña, ya cayó su papá… ahí muere. Hoy escuché a varios locutores ensañarse con el caído y pedir un proceso contra la escuincla. La verdad, bájenle, ya son payasadas. Hay cosas más importantes y dañinas para el país: los gobernadores de Coahuila y Michoacán, por ejemplo, los que pretenden apropiarse de la estructura de Oportunidades, qué tal. ¿Algo más variadito? Los normalistas que tienen secuestradas a personas, autos y camiones en Michoacán. Hay mucho más qué hacer, la verdad, este caso está cerrado.
Lo que sí puedo añadir es que la triste realidad de los restauranteros en el DF es que están a merced de las extorsiones constantes de las autoridades delegacionales, mucho más que de la Profeco, cuyos inspectores se dedicaban tradicionalmente a sacar dinero de los supermercados, como siempre me contaron muchos gerentes de tienda y directores de operaciones.


Restaurantes y bares son la mina de la Delegación, todos los días, por cualquier cosa. Ejemplo: no sé si deba felicitar la bravura y coraje de la Gustavo A. Madero, porque seguramente peleó como fiera por mis derechos… ¿clausurando un Starbucks en Avenida Montevideo? ¿Qué horrible crimen habrá cometido esta cafetería para que las autoridades intervinieran tan valerosamente? No me digan: un extinguidor caduco, un tipo fumando en interiores, un producto que no estaba en la carta, un letrero de evacuación mal puesto, y quince mil razones más para explotar y sacarle dinero a las empresas.

Y todavía hay tipos en la Asamblea de Representantes que quieren cargarle más cosas a estos negocios, como la absurda propuesta de no permitir que te lleves tu botella, no sea que te la vayas a tomar en el camino. Otra vez, el comensal es menor de edad perpetuo, y los dueños de antros, sus papás. Entonces, porqué no, obliguemos a los bares a guardarte la botella con tu nombre, bien sellada y resguardada, para cuando quieras volver a terminártela. ¿Qué tipo de responsabilidad le cargan al dueño de un establecimiento, si el comensal llega una semana después y dice que dejó su botella a la mitad, no un cuartito. ¿Y si dice que le hizo daño porque ya no es whisky etiqueta azul, sino mezcal de garrafa? ¿Bajo qué reglas se puede impedir que un tipo que compró una botella se la lleve a su casa porque no le parece regresar a ese bar en lo que resta del año? ¿Cuánto le costaría al dueño del bar llevar el control y almacén de decenas de botellas? Como la idea idiota de obligar a los bares a tener máquinas de condones, cada nueva regla que sale de la mente brillante de los legisladores se vuelve en un nuevo pretexto para extorsionar.

Conté por lo menos tres restaurantes clausurados en este momento en Lindavista, dos llevan meses y quizá nunca vuelvan a abrir. ¿Sabe quién es el principal enemigo de las pequeñas y medianas empresas? ¿Sabe cuál es la principal barrera de entrada para los negocios de comida y bares en la ciudad de México y muchas más? ¿Sabe quién termina provocando que no exista una competencia sana en este sector? ¿Sabe porqué los negocios de este tipo terminan quedando en muy pocas manos, altamente capitalizadas? No es el clima, ni el financiamiento bancario el que está provocando que los restaurantes sean sólo propiedad de los más ricos: es el gobierno local. Ahí la dejamos.






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Veganos de Vulcano


Lo malo de dejar de escribir tanto tiempo es que se agolpan los temas; se comportan entonces como auténticos automovilistas chilangos: nadie quiere dejar pasar al otro, ni un centímetro. El resultado es media hora de atorón sin sentido, hasta que alguien consiente en echarse para atrás o un siempre listo policía chaleco amarillo se le pone enfrente al más necio. 



O bien, un muchacho de esos BUENA ONDA, que canta en el coro de la iglesia y participa en las brigadas de salvamento los fines de semana, se baja de su Chevy (auto con posicionamiento buena onda) y se pone a dirigir el nudo con muchas sonrisas y su respectivo por favor y gracias. El caso que el primer tema en pasar del nudo vial fue el siguiente retrato:
Había una vez una muchachita que estaba siempre en Facebook, saludando amistades y poniendo lindos mensajes motivacionales e invitaciones a cuidar del planeta. Un día descubrió que para comer carne -¡horror!-, la gente mataba animales, gracias a una colección de fotos truculentas que alguien tuvo a bien seleccionar, buscando los aspectos más asquerosos o los mataderos más crueles para mostrar una cosa tan fea. Como en Facebook sólo hay gente con buenísimos sentimientos y que tiene esta cosa que podríamos bautizar como la “nueva decencia”, ella decidió allí mismo dejar la carne para siempre y se volvió vegana –no vegetariana, porque el huevo sólo se obtiene de la esclavitud forzada de millones de gallinas, por supollo, digo, por supuesto--.



¿Cambió esta dulce niñita su modo de vida de forma callada? Claro que no. Uno siempre sabe quién es vegano en esta vida rara que nos tocó ¡because they’ll fucking tell you! Al parecer el veganismo es una forma de religión, que exige a sus creyentes difundir la palabra, hasta que ya no exista nadie que coma animales en el planeta. Así que no pueden mantener cerrada esa boquita comedora de lechuga.
Inútil es comentarles que, de no haber sido domesticados para ser comidos, no existirían tantos millones de reses, cerdos, corderillos de ojos grandes ni gallinas ponedoras. Probablemente serían tan raros para nosotros como los jabalíes o las cacatúas: habría ejemplares por ahí, pero no muchos. Algunas subespecies y quizá especies enteras, se habrían extinguido o jamás habrían existido. Porque para hacer frente a las necesidades alimentarias de la humanidad, habría que cultivar intensivamente la tierra, con el fin de dotarla de los vegetales, frutas y granos suficientes para mantenernos a todos sanos. No habría pesca, pero sí gigantescas granjas de algas marinas y tal vez hasta plancton.
Los grandes sembradíos de soya, maíz, trigo, arroz, provocarían los mismos problemas ambientales que ya conocemos hoy en día, contaminación, agotamiento del suelo, erosión, desmonte de selvas. Las vacas y puerquitos que quedaran estarían arrinconados en reservas naturales, tanto para protegerlos de los tragones (¿cuánto costaría un kilo de tocino?), como para evitar que se comieran NUESTRAS plantas.
Eso asumiendo que la ecuación diera para todos. Como que el veganismo se da el lujo de cundir entre gente que nunca ha tenido hambre, y que tiene los medios suficientes para suplir adecuadamente sus necesidades de proteína. No he visto una dieta convincente que pueda adaptarse a toda la población a un costo de 30 pesos, una comida corrida, pues. A menos que sea el milenario plato de frijoles con tortillas, que hasta donde sabíamos no era suficiente para estar bien nutrido. Por decirlo de forma descarnada y en lenguaje de luchador social de Atenco: es fácil hacerse el vegano cuando eres riquillo.
Mientras tanto, nuestra dulce niña de Facebook se dedica a difundir las fotos más asquerosas que puede encontrar y argumentazos tan brillantes como que “el Holocausto no terminó, sólo cambió de especie”. Así mero, como si la carne se hubiera descubierto en 1945. De hecho, ¿dónde quedarán para estas personas las hipótesis antropológicas sobre el hecho de que comer animales fue lo que permitió al hombre desarrollar su inteligencia y extenderse por el planeta?



A lo mejor la falta de proteínas ya está provocando algunos daños en la sinapsis.