domingo, 14 de abril de 2013

Parir historias.

Escribir es constancia, pero también es darse un tiempo y lugar. Ajá, ya lo sé. Hoy me senté a parir un cuento y volví a encontrarme con ritos que debo llevar a cabo para poder sentarme a escribir. El café grande y bien cargado, un vaso de agua, música instrumental a todo volumen en mis audífonos, para aislarme del mundo, dejarme sólo con mis tormentos. Afortunadamente el cigarro quedó enterrado en un pasado que no pienso revivir. Es una muleta que dejé a un lado, lo cual más o menos quiere decir que tuve que intensificar las demás. Tomo mucha agua, mucho café. El alcohol lo dejo para tormentas muy especiales.
Necesito tantas muletas porque tengo que enfrentarme a esos monstruos que, espero, todos tenemos en la mente y que no ven con buenos ojos que los definas, les des forma de oración, de frase, de párrafos. Hay algo de cierto miedo a fracasar, a no poder representar lo que pienso exactamente o, peor, no poder escribir nada.
Es absurdo, nunca ha pasado. Las palabras vienen y ya. Se trata, supongo, de un demonio especial que el infierno deposita en el hombro de algunos. Uno que nos ataca para obligarnos a no trascender, a transitar por la vida como animales, reproducirse y morir, reproducirse y morir. Admiro a quienes nunca lo tuvieron, a quienes están dotados de una voluntad o un alma atormentada que supera la inercia.
No importa si tengo que acabarme todo el café y comprar todos los discos de música ambient o lounge del mundo. La fórmula que funcione.
Hoy también tengo que agradecer a quien me mostró varios estilos musicales que funcionan. Al parecer son tan buenos para meditar como para escribir. Sigo aprendiendo.

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